Apetitos afilados. Dientes entonados. Oídos hambrientos.

miércoles, abril 30, 2008

Tres reflexiones hiladas de forma invisible

- Ayer cambié el timbre del móvil para recibir los mensajes y puse una canción. Es la primera vez que tengo un móvil que se puedan hacer esas cosas… o la primera vez que tengo ganas de hacerlo. La canción es la intro del Thirteen cities de Richmond Fontaine, The Border, 50 segundos de largas notas de lap steel y algún banjo lejano. Anoche estaba escuchando a The Cure, y cuando acabó de sonar Just like Heaven sonó el teléfono, había recibido un mensaje. Todavía tardó unos segundos en empezar la siguiente canción, y en ese lapso de tiempo me di cuenta de que había hecho la elección perfecta.
- Varias décadas separan dos de las mejores versiones de una canción mítica. Mientras que Eu sei que vou te amar, en voz de Maria Creuza y Vinicius de Moraes suena como si fuera el principio de muchas noches por venir, en la versión del Cigala y Bebo Valdés suena como si esta noche se acabara el mundo.
- Cuando escuchas una canción que se llama como una amiga, y esa canción no te parece muy buena pero no puedes dejar de escucharla, ¿te has enamorado de la amiga o simplemente te has vuelto idiota?

sábado, abril 26, 2008

NICK CAVE Y LOS BAD SEEDS EN BADALONA


Cuando llegamos al Polideportivo de Badalona había una muchedumbre de hombres y mujeres, la mayoría vestidos de negro, casi todos mayores de trenta años de edad, esperando poder entrar para ver la esperada actuación de Nick Cave y los Bad Seeds. Una vez dentro la espera fue insoportable: Cuarenta cigarrillos por metro cuadrado y los nervios a flor de piel. Aquello era un concierto para carrozas nostálgicos. Un chico le dijo a otro: “¿qué tal, tú por aquí?”, “sí, he dejado el chico y la mujer en casa, hoy he librado”, “tío esto es insoportable, de dónde sale tanta gente, esto es por tu culpa y sacarlo en la portada de la revista”, “sí, sí, ja, ja”. Al final salieron bajo una lluvia emocionada de aplausos. Empezaron arrolladores con canciones de sus dos últimos discos (Grinderman y Dig, Lazarus Dig). Pero enseguida llegó Red Right Hand y en la pantalla se proyectó un cielo nuboso: Ah, aquí están los bad seeds, las húmedas épocas de pozos insomnes, noches lánguidas y humores perros. A mí me coincidió con la adolescencia. Después del explosivo tema principal de Dig, Lazarus, Dig que lleva el mismo nombre (o quizás fue antes, porque no suelo recordar los nombres de canciones y álbumes), Nick nos habló de su madre, de que no le gustaba aquella canción, la imitó un breve rato, nos dijo que tenía 82 años. La gente reía cómplice, como si estuviéramos en una tertulia de café de miles de personas. Si alguien le gritaba algo desde la lejanía más remota él respondía prodigando humor y cariño. Los temas de los nuevos discos sonaron bien, quizás por falta de referencia. Me emocionó pensar que son justamente los que están ya de vuelta los que se atreven a hacer lo que no osan los jóvenes escépticos y desencantados de hoy: hablar de la vida y la muerte, atreverse con el amor, con los mitos de siempre, las calles de siempre, con lo mal que anda todo lo de siempre, y todo bajo portentosas guitarras, gritos y júvilo. ¡Cómo gritan esos cabroren cincuentones! ¡Cómo se mueven! ¡Qué coros! Esto es punk repeinado y encamisado, pero más fuerte que el punk, es rock & roll de guerrilla. Pero el tiempo pasa, y la voz se cansa, de ahí que los tema de siempre sonaran como un revoltijo pastoso a manos de comensales hambrientos: God on the superlow, Oh Deanne, Are you ready for love… Y como estábamos hambrientos y lo queríamos escuchar, bailamos hasta no poder más y escuchamos con el corazón para obviar las falsas notas, la voz rota. ¡Qué entrega! Y hablando de maullar mientras se canta, me viene a la cabeza una entrevista que le hicieron a Stephin Merritt, creador insaciable y líder de los Magnetic Fields. Le decían que en su último disco había desaprendido a cantar, a lo que él respondía que, en realidad, había dejado la bebida y había empezado a tomar conciencia del cante y a practicar de verdad. Es lo que pasa, a veces las adversas circunstancias de la vida son más favorables a la creación que las tomas concientes de decisiones y el trabajo. También el emponzoñado y heroinómano Nick, ha dado paso a otra cosa: su voz se ha calmado y recita más que grita con una contundencia nueva, el ritmo ha subido, las letras siguen volando. Nadie le pediría que volviera a sus demoledores dioses narcotizantes para poder gozar de sus canciones. El trabajo sí importa. La vida importa. Nick Cave nos brinda un Apocalipsis más sonriente. Hubieron dos bises, evidentemente los confundo. Tampoco sé si fue en el bis cuando cantó The lyre of Orpheus con la participación del público. En lugar de buscar el apoyo del público, intentó darnos a todos una experiencia de la música nueva. Ante el Oh mama! Todos respondíamos, Oh mama. Y aquello fue bonito. Lo que sí recuerdo es que en el segundo bis entró él con el teclado y empezó las cuatro notas iniciales de Into my arms y todo el mundo se volvió loco, luego se hizo un silencio sepulcral cuando empezó con el “I don’t believe in an interventionist God”. Y, evidentemente, todo el mundo cantaba “into my arms, oh Lord”. Quizás sean pocos, a estas alturas, que recuerden quién es el Lord, el Lazarus, el Orpheus. Y todo el mundo, tan metido en sus hábitos negros, como monjes que han perdido el candado del pozo donde escondían su Dios, cantó: “But I believe in Love”. Finalmente, el segundo bis, cuando él ya se había quitado la americana y desenfundó una camiseta negra y roja, fue el turno para la asincopada Supernaturally y, para cerrar, un hit de las Muder Ballads: Stagger Lee. El público aplaudía a todo, aunque no todo lo viejo sonaba bien, pura deferencia. Cuando presento a “Lord Warren Ellis” el aplauso no pudo ser más generoso. El público entendía que estaban ante un maestro y sus grandes secuaces, y que las cosas del pasado no siempre regresan vivas. Los maravillosamente nuevos Nick Cave y Bad Seeds pertenecen ya a otra vida. Será difícil, pero tendremos que aprender a empezar también con ellos de cero, como si nunca hubiera existido un Nick, un Warren, un yo…

martes, abril 22, 2008

Paraísos en la oreja

Las músicas de playa podrían pasar a ser un género propio. O varios: depende de la playa. En Benidorm es evidente que cualquier cosa que no suene a canción del verano o house machacón de madrugada está fuera de lugar. Además, Benidorm está demasiado cerca. No es lo mismo que, por ejemplo, las islas Seychelles.

Ni que decir tiene que estar en una playa paradisiaca es mejor que imaginársela. Pero si algo estimula la música en mi malsana cabeza es la imaginación. Y creo que no soy el único: ya antes de La playa (peli que a mí me gustó, y si hablamos sólo de la primera mitad, me encantó) uno podía asociar Porcelain de Moby con algo parecido al cielo, cosa de lo que se aprovechó, para nuestra desgracia, alguna cabeza creativa de TVE para colocarla en todas sus ráfagas y vulgarizar las aspiraciones de toda una generación que soñaba con dejar sus trabajos de mierda y trasladarse a vivir a un lugar en el que no dar un palo al agua, follar todo el día y sentirse realizado pescando pececillos.

Otra de estas músicas del paraíso es la bossa nova. Si el tropicalismo de Gilberto Gil, por ejemplo, es una borrachera sensorial más propia del Carnaval de Rio o de su costa atestada de gente, la sobriedad de Joao Gilberto (y Stan Getz cuando le daba por bajarse al sur) transporta a calas imaginarias donde dejarse llevar por una soledad liberadora y la sensación de que el tiempo, lejos de volverse loco, parece que se ha quedado aparte, simplemente se ha desvanecido. De todas formas, esta separación no existe en la realidad: Gilberto Gil toca temas intimistas y Joao Gilberto hizo alguna que otra versión demasiado grandilocuente de clásicos como Manha de carnaval como para ser feliz dentro de sus notas.

Parece que Ibiza fue ayer y todo eso del chill out ya no nos invade, aunque el sueño sigue estando ahí. Desde que New Order (¿o eran Happy Mondays?) se pusieran hasta el culo de todo con la excusa de grabar un disco, o puede que gracias a Madonna, la fama de la islita como el lugar donde los deseos se hacían realidad no hacía más que crecer. Y los 90 fueron suyos, ya sabemos la historia. Sin embargo, el chill out, una versión hedonista de la new age –otro de mis pecados musicales: me encanta la música new age-, con alguna que otra excepción, siempre me ha parecido que promete más de lo que da. La mayoría de chill out me parece chabacano, de garrafón, con raras excepciones, a las que, quizá por pudor, sus autores no se atreven a calificarlas como tal. Hubo una época en que todo era chill out, y tanto fue el cántaro a la fuente que se rompió: ahora el mundo entero lo denosta.

Sin embargo, yo le tengo cierto cariño a esa palabra, y aunque Christian Fennesz seguro que me arrancaría la cabeza de un muerdo, me atrevo a llamar a su electrónica minimalista con esa acepción. Sin embargo, el autor –o su discográfica- juegan con los mismos elementos: la portada del Endless Summer (título ibicenco por excelencia) es un atardecer de esos que parecen eternos. Su música (hay algunos que no la calificarían como tal), para dejarse llevar.

¿Y Panda Bear? Lo suyo es distinto, pero, sin que sea algo negativo, su Person Pitch recuerda en ciertos momentos a la world music de los 90. No siempre se tienen que manejar las mismas influencias, ¿verdad? Y Panda Bear las tiene de las más insospechadas, toda una corriente de aire fresco para sus paraísos psicodélicos, playas coloridas en las que te puedes encontrar, imaginándolas, los objetos más insólitos, sin que desentonen con el ambiente. O simplemente puedes dejar que esa frescura te acaricie los oídos.

Otra confesión, otro pecado sonoro: me gustan Chambao. O puede que no y solo sean las ganas de epatar al personal: una vez me bajé sus discos y no los escuché con demasiado interés. Pero les tengo mucho cariño a varios singles suyos que ponía un verano que hice prácticas en la radio: en lugar de estar en un cubículo inmundo que se caía a cachos me largaba a… tomar por culo, no sé, muy lejos de allí.

Para eso sirve la música, ¿no?





martes, abril 15, 2008

... y más allá

Vale que no sea el mejor batería de la historia. Los hay mejores: dentro del rock, yo tengo especial devoción, claro está, por John Bonham. Éste tampoco es que fuera el mayor virtuoso, pero, aparte de clavar los tiempos, que es lo importante en un batería, era tremendamente creativo (como todos los Led Zep). También he hablado alguna vez del baquetero de Joy Division, Stephen Morris, el miembro menos conocido de la banda y sin embargo una de las señales de indentidad de los mancunianos.



No será el mejor el mejor batería de la historia, y ha sido muy criticado por ello: no se puede estar en el mejor grupo de la historia y ser normalito. Incluso George Harrison tiene sus fans, tampoco es un virtuoso pero es sobrio y efectivo, y su aire serio le da una solemnidad tipo "eh, este tío tiene que saber lo que hace".



Pero Ringo no, Ringo era un cachondo, sin ínfulas de ningún tipo, había venido aquí a pasarlo bien aporreando tambores. Sin embargo, hay pocos loops tan obsesivos como el de Tomorrow never knows. Se prolonga hasta el infinito.



miércoles, abril 09, 2008

El secreto de la Rockdelux (y de la prensa musical en general)

Quizá sea achacable a la excesiva juventud de sus redactores, o a que estos se siguen sintiendo jóvenes. Puede ser también que el periodismo musical es como el primer amor, y a pesar del paso de los años, los conciertos, las entrevistas y las críticas de discos, todavía puedes conservar esa sensación de trascendencia, de “esto es tan importante que hay que decirlo”. Pero creo saber ya qué es lo que caracteriza a esta revista y a la mayoría del sector.

La absoluta falta de sentido del humor.

domingo, abril 06, 2008



Durante el mes que pasé en la Gran Manzana estuve buscando algo. Nueva York es miles de ciudades diferentes, que a su vez no pueden ser sino Nueva York. Al igual que las miles de Nueva York diferentes que tenía en mi cabeza, y allí encontré casi todas. Menos una.

Dimos grandes paseos, nos recorrimos Manhatan de punta a punta, viajamos por Brooklyn hasta un Coney Island lleno de suciedad para meter los pies en el agua fría del Atlántico, el inmenso océano que nos comunicaba con casa.

Cuando fui consciente de que no encontraba lo que estaba buscando, me lancé solo a por ello. Llegué a Harlem, a Washington Heights, más allá (por el Bronx, más al norte, ya había pasado anteriormente), bajé de nuevo y volví a recorrer, una vez más, el Village, la zona financiera y el Upper West Side. Y nada.

El verano de 2005, mientras hacía prácticas en el diario ABC, descubrí a Interpol. Muchas veces, cuando salía del periódico, ya pasadas las 9, me ponía el Turn on the bright lights, que me había dejado mi amiga Miriam, en el disc-man. No sé si es por mi excitable imaginación o por esos viajes en bus a casa después de una larga jornada, mientras anochecía, que asocié el disco, y también al grupo, con un ambiente crepuscular, en ese breve momento del día en que parece que el tiempo se detiene, que las cosas quedan suspendidas dentro de ninguna parte, cuando los fantasmas todavía no han salido pero se pueden ver, cuando la más trivial de las palabras puede resquebrajarte.

Poco más tarde escuché el Antics y lo mismo. Our love to admire, pese a que me parece fallido, tiene un par de temas que me dejan esa sensación de atardecer efímero, suspendido en el aire, cuando la brisa te puede poner los pelos de punta. Ahí sabes que te falta algo por dentro, pero nunca el qué.

En Times Square me compré el Turn on the bright lights, que, después de devolverle el disco a mi amiga, sólo había tenido en mp3. Esperaba que el círculo se cerrara, que con el LP en mi mano, en la ciudad en que se formó el grupo, en las calles por donde pasearon y por donde se fraguaron las canciones, vendría el deja vu, la resolución del misterio. Pero el crepúsculo sonoro sólo estaba en mi cabeza.

Y ahí sigue.