Apetitos afilados. Dientes entonados. Oídos hambrientos.

viernes, febrero 29, 2008

Clásicos para gafapastas desprejuiciados: La leyenda del tiempo, de Camarón


¿Flamenco? Sí. ¿Vas a comentar un disco de flamenco? Sí. Un disco que no vendió más de 5.000 copias cuando salió, en 1979, y que enseguida fue repudiado por los amantes del género. Todos consideraban que a Camarón (fue precisamente en este LP cuando eliminó el “de la Isla”) se le había ido la olla: bulerías cuyo compás lo marca la batería, solos roqueros, un moog haciendo de las suyas por ahí, una rumba tropical además compuesta por un payo que se hace llamar Kiko Veneno. Además, el primer disco sin el guitarrista que le acompañó durante tantos años, Paco de Lucía: ahora van con él otros dos, jovencísimos, Tomatito y Raimundo Amador.

Pero a lo que íbamos. El disco es perfecto de principio a fin. Punto. Salido de una época en que las fusiones todavía no eran conocidas como fusiones, Camarón se acercaba sin complejos al rock, sin dejar de ser nunca flamenco y seguir a rajatabla sus reglas… pese a que de vez en cuando le diera por innovar más de la cuenta.

Todo en él está medido milimétricamente: grandes canciones, letras con arte (tomadas de poemas de Lorca y Fernando Villalón, entre otros), solos que entran en el momento justo, arreglos que mezclan de forma justa la tradición y la ruptura, y por encima de todo la estupenda voz de Camarón, perfecta en tempo y afinación, desgarradora, agudísima.

El disco comienza con unas palmas en “fade in”, entrando desde la lejanía y el silencio, luego una guitarra que empieza a rasguear frenética, y al instante aparecen bajo y batería rompiendo esquemas: a partir de ahí todo es posible. El espíritu rupturista aparece en el disco en diversas formas: desde este principio, la canción que da título al álbum, aires de rock progresivo además en La Tarara, tropical en Volando voy (con solo de flauta y bajo incluidos) o psicodélico en Nana del caballo grande, con un sitar volando, con el que acaba el disco, que va desapareciendo en el tiempo y el espacio, dejando un vacío infinito. Pero la “pureza”, siempre relativa, también tiene su hueco, como en Romance del Amargo, Tangos de la sultana y otro buen puñado de temas inolvidables. La cuestión es que no importa la canción que sea en ese momento, simplemente tiene la grandeza de las cosas que permanecen.

Además, en la portada sale Camarón de perfil, con barba, entre sombras, solo iluminado por una luz lejana, fumando. ¿Se puede ser más cool?
P.D.: merece la pena saber más sobre este disco y lo que significó. La leyenda del tiempo

sábado, febrero 09, 2008

Third world dance

Cuando estuve en Tetuán, el pasado diciembre, tuve la oportunidad de escuchar dos grupos de música tradicional de aquellas latitudes. Nuestro guía, el director del colegio español Jacinto Benavente de Tetuán, nos estuvo explicando las características de estos grupos: uno era de corte más lúdico (y estaban completamente locos, uno de los tipos sacaba de un saco cualquier cacharro), todo percusiones y una especie de trompetas sin pistones larguísimas, que tenían que montarse para ser tocadas de lo largas que eran. El otro grupo era una cofradía (Marruecos es el único país donde existen, pues el Islam no las permite), donde había percusiones, instrumentos de cuerda y un coro que cantaba y bailaba hasta entrar en trance (luego hacían cosas como tirarse sobre cactus y beber te hirviendo), las tonadas infinitas que repetían una y otra vez y que variaban de repente creo que se llamaban nawales, y eran cánticos religiosos que podían durar tres cuartos de hora. Mientras tocaban, nuestro guía nombraba los instrumentos y su historia (la pena es que se me haya olvidado casi todo), y el dire de mi big band nos preguntaba de vez en cuando en qué compás estaban tocando, saliendo estructuras super-raras de 10 por 4 y cosas así... Pero estructuras superbailables. Y ahí tuve mi epifanía: un grupo de estos, si en lugar de chilabas blancas y zapatos desgastados les pones ropas de última moda triunfarían en Benicassim a las 2 de la mañana. Era tal la apoteosis rítmica que eran imposible no dejarse llevar, aderezada por trompetas y cánticos.

No he sido el único en darme cuenta del potencial bailable de las músicas étnicas, injustamente agrupadas en torno a un denominador discriminatorio que las hace ver como si fueran iguales. Desde Sri Lanka en origen, desde Inglaterra en proyección, M.I.A. descubrió el potencial de los ritmos y el tenso fraseo tamil, y lo mezcló con otras cuantas culturas más, incluyendo la techno y el hip hop, y aprovechó la ocasión para dar una patada a la farsa de la globalización.

Pero si no estuviera viviendo en Inglaterra y cantando en inglés se habría comido los mocos.

Desde una de los rincones más ricos del mundo, el Mediterráneo, viene Shantel, alemán de orígenes balcánicos, popularizando la extraordinaria música de su tierra (y de muchas otras más, no hay forma de decir dónde acaba una cultura mediterránea y dónde empieza otra, incluyendo el flamenco, que tiene elementos comunes con el resto de músicas de las orillas de este mar). A éste sí que le importa menos el idioma, y a veces añade sonidos dance familiares para que el melómano de turno no huya despavorido ante algo que no suena lo suficientemente anglosajón, pero a veces deja que la música simplemente siga su curso. Acompañándole han venido unos cuantos compatriotas, de tierra o de alma, a cada cual más gamberro y divertido, encabezados por Gogol Bordello.

- Señora, pero todo esto ¿no lo hacía ya Goran Bregovic, y mejor?

- Sí, pero antes no estaba de moda.

También hay que hablar de la pretendida invasión Bollywood de las pistas (comerciales) y el cine (comercial), más falsa que un billete de 1.500 pesetas.

Ala, y todos a bailar con la música de nuestros primos pobres.

Por cierto, los recopilatorios de Ethiopiques son la leche.




jueves, febrero 07, 2008

Cosas raras, yo entre ellas

De un tiempo a esta parte, y animado por lo que se ha dado en llamar after pop (o eso es lo que decía el tío de laOtra), he vuelto a mirar hacia lo que se dio en llamar post rock. Básicamente, post rock era cualquier cosa rara, así de claro. Matizando un poco, era música rara, lenta y que utilizaba guitarras sin distorsión en muchas ocasiones. Y las canciones podían durar 7 u 8 minutos y no importarle a nadie, y si eran instrumentales y tristonas, mejor.

Hace poco empecé a bajarme post rock. Completar a Mogwai y escuchar a Slint, Goodspeed you! black emperor, Bark Psychosis, Tortoise y multitud de grupos raros. Entre comillas raros, porque Mogwai son muy escuchables. Y si ya pasamos al post rock que surgió a principios de década (mejor, a principios del milenio, que suena más apocalíptico, como la etiqueta post rock), Sigur Ros o Explosions in the sky, se puede decir que son directamente comerciales, sin que este adjetivo sea necesariamente peyorativo. También estaban aquellos, algo aburridos para mí, la verdad, grupos que se acercaban a esos sonidos pero sin abandonar el pop, como Low o Death Cab for Cutie. Pero hacía falta algo...

Y aquí es cuando llega el presentador del programa de videoclips de laOtra (que se merece un post entero, el presentador, y el programa dos) y su etiqueta after pop. Porque, indudablemente, grupos como Battles, Liars (bueno, estos casi podrían ser el eslabon perdido entre el post rock y el after pop) o cualquiera que haya surgido de Nueva York (ciudad de la conjunción arty rock por excelencia, a años luz de Berlín) en el último año son raros, pero no son post rock. Porque juegan más con los ritmos, son indudablemente más lúdicos y hedonistas, y más desprejuiciados a la hora de hacer algo (y que a veces ese algo sea música), pero también son más "accesibles", o eso me parece a mí, más abiertos al mundo. El post rock sin duda es de hermanos mayores, el after pop de hermanos pequeños. Y los hermanos pequeños pueden ser muy cabrones, porque escuchar a Black Dice requiere un buen par de pelotas.

Si el post rock era un cajón de sastre, el after pop ni te cuento, es lo que tienen las nuevas (y la recuperación de las viejas) técnicas de grabación.

Y luego están Animal Collective, cualquier intento de definirlos sería morir en el intento. Pero vaya gustazo. Su último disco sí que puede ser pop, se han dejado de los maravillosos desarrollos sedantes y psicodélicos de anteriores entregas y han dado fuerza a sus extraordinarias melodías, jugando con ritmos de origen (solo de origen) africano y... pues eso, jugando.

Y Yo La Tengo... ¿eran post rock antes del post rock?



viernes, febrero 01, 2008

VINILO


Son las cuatro de la mañana. Salgo al balcón para recuperar, del bolsillo del pantalón demolido que cuelga encima del precipicio, la entrada del concierto de hoy. No me acuerdo de los nombres de los grupos, y esto me ayudará. Se celebra el aniversario de un bar (buen principio). Se llama Vinilo (esto está mejor). Los nombres son Be brave Benjamin, Daniel Gutierrez, Jahbitat, Bliss, Inspira, Egon Soda y sesiones de DJ que he restringido, porque mañana tenemos que trabajar. El nombre del local es el pórtico de una historia de terror: Be Cool, buuu, beee coool! Ah! En catalán “vi” y “cul” sería “vino y culo”, traducción fonética que motiva más que la traducción literal. El ambiente es delicioso, el precio de la bebida menos. Una vez más: tienes que estar relleno para poderte emborrachar. Los Be Brave Benjamin practican un folk encantador, Bliss es del todo prescindible, Egon Soda resulta un derivado interesante (aunque conocido) del pop rock más depresivo: añádense los acordes y guitarreos de Los Planetas a una batería martilleando a lo Joy Division y a unas letras cercanas al, irritablemente adorado por una servidora, Nacho Vegas. Y en medio de todos esos grupos, un engendro exquisito: Daniel Gutiérrez y sus “fragel rock”. Sube el chaval, jovencísimo, en el escenario y se pone a cantar a capela, con su chaqueta de chandal con capucha, casi un adolescente o alguien que lo vuelve a parecer, su rostro sureño un tanto triste y sus pantalones caídos, el cuerpo robusto, aunque parezca que aún tenga que crecer. Son cantos populares, uno diría que es ahí donde empieza el folk, parece un aullido de esclavo que ya no lo es. Una patria lejos quizás. Alguien chasquea los dedos para acompañarlo, él hace que no con la cabeza y la mano, no es que no le siga el ritmo, sino que habla de una historia que el oyente es incapaz de seguir. Mejor el silencio. Una vez terminado coge un aparato sampleador como el que utilizó Blixa Bargeld en su concierto, pero más rústico, empieza a hacer cantos extraños, diríase milenarios, a la vez hace sonar la harmónica de forma monocorde, Bob Dylan pasado de tuercas, lo deja todo sonando, se viste con una guitarra y sube otro chico al escenario para acompañarlo con el slide. Suena precioso. Podría ser la banda sonora de Dead Man de Jim Jarmush. Después se desviste de la acústica y se prueba la eléctrica. Entonces sube otro chico a la batería. Empieza a llover música espontánea y tormentosa, pura emoción. El chaval, que antes estaba cohibido ante la desnudez del escenario, se deja llevar por la resonancia del propio sonido. Es un regalo para todos. Él sigue en la guitarra, pero el chico de la batería se desplaza y empieza a remixar música, a samplear, a utilizar el scratch. Un tercero sube para hacer nuevas voces. El chico sureño ya está tumbado allá donde aún no se atreve a acercarse el público,en las dos primeras filas, y sigue cantando en su posición horizontal. Y con el mismo misterio con el que empezó, así acaba aquella maravilla. Son esos los momentos en que no puedes preveer nada, en que no esperas nada y quizás lo puedas esperar todo. Al mismo tiempo, entre conciertos, mi contertuliano recién presentado por mi amiga, un chico mayor que yo que hace cine y que ahora tiene una película en la cartelera de Barcelona, me señala la camisesa que llevo (es la portada del Dirty Boots de Sonic Youth –mi única camiseta de propaganda que tengo-) y me dice que vio la presentación del disco el año 1994 en Barcelona. Nuestra charla sigue con esas efigies queridas. Me cuenta que vio a Nick Cave el 1985 en una pequeña sala de Barcelona y que iba, como el pavo de Navidad, tan rebentado de cosas por dentro, que tuvieron que sacarlo con una camilla. Los dos reconocemos que los últimos tres días hemos escuchado a la espina-Vegas y rememoramos los trabajos de Lech Kowalski a partir de un documental increible que hizo de los Sex Pistols. La música lo llena todo. En este momento se vacía cualquier deseo o quizás lo sustituye con preciada y magnífica exactitud. Mis acompañantes se van y me quedo sola en medio de un público cada vez más contento y más pobre. Me siento segura, con el abrigo negro, evidentemente por el alcohol. Las letras deprimentes las han dejado para el final, y así una se da cuenta, de forma doblemente evidente, que ya está sola y que el cuento se acaba. A mi alrededor están un montón de chicos que a esta altura de la noche me parecen atractivos, pero me pongo a escuchar la letra de las canciones y me evado de toda tentación, aunque si respondiera a ella, tampoco sabría por dónde empezar. Empiezo a ponerme celosa por el que no está. Empiezo a rabiar de impotencia, pero no del todo, porque una guitarra eléctrica puede más que mil pensamientos, y un minuto de música más que mil palabras. El camino de regreso a casa con la bicicleta se cola rápido entre calles vacías y las ganas de desaparecer bajo las mantas. Tan vacías como la pantalla del móbil. Ningún mensaje breve y una noche larga para poder volver a rememorar. El reloj ya marca las 4:40. La lentitud con la que se transforma un recuerdo se asemeja a la que se necesita para escribir un texto y es directamente proporcional al tiempo que requerimos para aprender a olvidar.