Apetitos afilados. Dientes entonados. Oídos hambrientos.

viernes, febrero 01, 2008

VINILO


Son las cuatro de la mañana. Salgo al balcón para recuperar, del bolsillo del pantalón demolido que cuelga encima del precipicio, la entrada del concierto de hoy. No me acuerdo de los nombres de los grupos, y esto me ayudará. Se celebra el aniversario de un bar (buen principio). Se llama Vinilo (esto está mejor). Los nombres son Be brave Benjamin, Daniel Gutierrez, Jahbitat, Bliss, Inspira, Egon Soda y sesiones de DJ que he restringido, porque mañana tenemos que trabajar. El nombre del local es el pórtico de una historia de terror: Be Cool, buuu, beee coool! Ah! En catalán “vi” y “cul” sería “vino y culo”, traducción fonética que motiva más que la traducción literal. El ambiente es delicioso, el precio de la bebida menos. Una vez más: tienes que estar relleno para poderte emborrachar. Los Be Brave Benjamin practican un folk encantador, Bliss es del todo prescindible, Egon Soda resulta un derivado interesante (aunque conocido) del pop rock más depresivo: añádense los acordes y guitarreos de Los Planetas a una batería martilleando a lo Joy Division y a unas letras cercanas al, irritablemente adorado por una servidora, Nacho Vegas. Y en medio de todos esos grupos, un engendro exquisito: Daniel Gutiérrez y sus “fragel rock”. Sube el chaval, jovencísimo, en el escenario y se pone a cantar a capela, con su chaqueta de chandal con capucha, casi un adolescente o alguien que lo vuelve a parecer, su rostro sureño un tanto triste y sus pantalones caídos, el cuerpo robusto, aunque parezca que aún tenga que crecer. Son cantos populares, uno diría que es ahí donde empieza el folk, parece un aullido de esclavo que ya no lo es. Una patria lejos quizás. Alguien chasquea los dedos para acompañarlo, él hace que no con la cabeza y la mano, no es que no le siga el ritmo, sino que habla de una historia que el oyente es incapaz de seguir. Mejor el silencio. Una vez terminado coge un aparato sampleador como el que utilizó Blixa Bargeld en su concierto, pero más rústico, empieza a hacer cantos extraños, diríase milenarios, a la vez hace sonar la harmónica de forma monocorde, Bob Dylan pasado de tuercas, lo deja todo sonando, se viste con una guitarra y sube otro chico al escenario para acompañarlo con el slide. Suena precioso. Podría ser la banda sonora de Dead Man de Jim Jarmush. Después se desviste de la acústica y se prueba la eléctrica. Entonces sube otro chico a la batería. Empieza a llover música espontánea y tormentosa, pura emoción. El chaval, que antes estaba cohibido ante la desnudez del escenario, se deja llevar por la resonancia del propio sonido. Es un regalo para todos. Él sigue en la guitarra, pero el chico de la batería se desplaza y empieza a remixar música, a samplear, a utilizar el scratch. Un tercero sube para hacer nuevas voces. El chico sureño ya está tumbado allá donde aún no se atreve a acercarse el público,en las dos primeras filas, y sigue cantando en su posición horizontal. Y con el mismo misterio con el que empezó, así acaba aquella maravilla. Son esos los momentos en que no puedes preveer nada, en que no esperas nada y quizás lo puedas esperar todo. Al mismo tiempo, entre conciertos, mi contertuliano recién presentado por mi amiga, un chico mayor que yo que hace cine y que ahora tiene una película en la cartelera de Barcelona, me señala la camisesa que llevo (es la portada del Dirty Boots de Sonic Youth –mi única camiseta de propaganda que tengo-) y me dice que vio la presentación del disco el año 1994 en Barcelona. Nuestra charla sigue con esas efigies queridas. Me cuenta que vio a Nick Cave el 1985 en una pequeña sala de Barcelona y que iba, como el pavo de Navidad, tan rebentado de cosas por dentro, que tuvieron que sacarlo con una camilla. Los dos reconocemos que los últimos tres días hemos escuchado a la espina-Vegas y rememoramos los trabajos de Lech Kowalski a partir de un documental increible que hizo de los Sex Pistols. La música lo llena todo. En este momento se vacía cualquier deseo o quizás lo sustituye con preciada y magnífica exactitud. Mis acompañantes se van y me quedo sola en medio de un público cada vez más contento y más pobre. Me siento segura, con el abrigo negro, evidentemente por el alcohol. Las letras deprimentes las han dejado para el final, y así una se da cuenta, de forma doblemente evidente, que ya está sola y que el cuento se acaba. A mi alrededor están un montón de chicos que a esta altura de la noche me parecen atractivos, pero me pongo a escuchar la letra de las canciones y me evado de toda tentación, aunque si respondiera a ella, tampoco sabría por dónde empezar. Empiezo a ponerme celosa por el que no está. Empiezo a rabiar de impotencia, pero no del todo, porque una guitarra eléctrica puede más que mil pensamientos, y un minuto de música más que mil palabras. El camino de regreso a casa con la bicicleta se cola rápido entre calles vacías y las ganas de desaparecer bajo las mantas. Tan vacías como la pantalla del móbil. Ningún mensaje breve y una noche larga para poder volver a rememorar. El reloj ya marca las 4:40. La lentitud con la que se transforma un recuerdo se asemeja a la que se necesita para escribir un texto y es directamente proporcional al tiempo que requerimos para aprender a olvidar.