Apetitos afilados. Dientes entonados. Oídos hambrientos.

lunes, marzo 31, 2008

El orden de las canciones altera el resultado

Nunca se me habría ocurrido que el Funhouse de Iggy & The Stooges empezara con otra canción que no fuera 1970. Y mucho menos que el comienzo del disco lo marcara Down in the street. Desde que descargué el LP me parecía lógico que el segundo tema fuera Dirt, más oscuro y contenido que la descarga de rabia del inicio. L.A. blues, apareciendo con su berrido free jazz justo en medio del disco, era toda una declaración de intenciones, para continuar enseguida con la fuerza encauzada de la mencionada Down in the street. T.V. eye resultaba extraña para cerrar el apocalipsis rockero de la Iguana y los suyos, pero llegué a la conclusión de que era necesario acabar en alto: trallazo final y punto.

Pues bien, nada de eso es correcto. El único criterio que había seguido mi reproductor mp3 no fue el orden original de los temas, sino un simple y vulgar orden alfabético. Y yo, en mi locura melómana, le había dado una coherencia tal que me parecía una narración musical perfecta. Ahora, sin embargo, veo las canciones sin hilo ninguno entre sí, simplemente están ahí, apiñadas, esperando que mi dedo las seleccione en orden correcto, para que digan algo todas juntas.

De un tiempo a esta parte ya no considero los discos como un discurso continuo y cohesionado sino como una colección de canciones de orden más o menos aleatorio: el mp3 ha modificado mi forma de percibir la música o, al menos, de escucharla (post que desde que comenzó este blog estoy pensando escribir: las diferentes formas de escuchar música y cómo ha cambiado nuestra forma de hacerlo últimamente). Sin embargo, antes la experiencia consistía en escuchar el disco entero. Simplemente hay cd’s que, si cambiara mínimamente el orden de los temas, perderían gran parte de su magia: Deserter’s songs de Mercury Rev, OK Computer o Kid A de Radiohead, Una semana en el motor de un autobús de Los Planetas, la mayor parte de LP’s de U2… Muchos de mis discos favoritos dejarían de serlo: me encantaba sentarme a escuchar un disco como si fueran a contarme una película, con su presentación (un tema movido), su nudo (temas medios, altibajos que creen la tensión) y su desenlace (incluso su epílogo: la bonus track).

Pero no, los discos en los que cuenta el orden, herederos de la parte final del Abbey Road, o más concretamente, del Dark side of the moon de Pink Floyd, parecen ser únicamente los de metaleros progresivos con exceso de megalomanía. El sencillo y sin pretensiones género del pop no puede atarse a discos conceptuales. Si alguna vez lo pareció… fueron imaginaciones. Las canciones son lo importante. El resto… podemos seguir imaginándolo.

martes, marzo 11, 2008

Revolucionarios de peluca empolvada

Cuando se habla de música y política, parece que lo que hay que mencionar son cosas The Clash, el punk, el folk más combativo, etc. Otras músicas parecen más cerradas a la expresión de ideas incendiarias y por ello cómplices ante un público acomodado de la necesidad de llamar la atención sobre la realidad que nos rodea. Después de todo, es música, es una forma de evasión, de viajar a otros mundos, ajenos al devenir del día a día, mundos felices que evitan al oidor la concienciación política. Para eso servía el arte, ¿no?

Nada más lejos de la realidad. La música es eterna, pero los músicos son productos de su tiempo. Y desde que las ideas sobre el poder de los hombres para cambiar el orden establecido comenzaron a circular por las mentes de algunos privilegiados, los músicos prestaron orejas e ingenio a la nueva realidad.

Quizá el primer músico “revolucionario” en sentido estricto sea Mozart: no en vano, vivió de primera mano el principio de todo esto, la Revolución Francesa. Un hombre que siempre está caricaturizado como de personalidad infantil, incapaz de la trascendencia, es también uno de los mayores agitadores políticos de la época, aunque, como todo en Mozart, de forma sutil e ingeniosa. No en vano se alió con elementos de la talla de Lorenzo da Ponte, vividor y liberal, para que le escribiera los libretos de algunas de sus óperas. Y de esa unión nacieron obras como Las bodas de Fígaro, que para un espectador poco avispado podía parecer casi una comedia de enredo, y sin embargo el texto teatral en el que se basa fue prohibido en su época, pues es una crítica a la servidumbre y las maneras del Antiguo Régimen, y un canto liberal a la igualdad del ser humano. Estas ideas fueron limadas en la versión operística que, de otra forma, no hubiera pasado la censura.

Pero quizá la música "política" más famosa del compositor austriaco sea la de La flauta mágica. Esta ópera es tomada como una parábola masónica, y por tanto, difusora de las ideas más modernas de la época. Estrenada en 1791, meses antes de la muerte del compositor, quizá pasó más inadvertida en ese sentido que la anterior: después de todo, había una revolución real de por medio, que había sacudido como un terremoto a toda Europa.

Si Mozart sacaba punta a las nuevas ideas con finura y sutileza, Beethoven lo hacía a patadas: de forma impactante, como su música. De ahí su sinfonía número 3, la Heroica, dedicada en principio a Napoleón, cuando el alemán veía en el francés a un seguidor de las ideas más liberales. El alemán le retiró la dedicatoria cuando vio en él a un déspota y a un tirano. Pero su mayor obra política es también su mayor obra, a secas, y en opinión de este escribiente la mayor obra de arte creada por la humanidad: la Novena, la Coral, esa monumental sinfonía estrenada en 1827 cuya popularidad se extendió como la pólvora casi al instante. Eran tiempos duros, en que las ideas liberales sufrían una dura represión, y los comprometidos textos de Schiller transformaron, por sugerencia de la censura, la Oda a la libertad en Oda a la alegría. Sin embargo, esto no disminuyó un ápice el carácter revolucionario de la sinfonía, y no solo en lo que a lo musical se refiere. Wagner, otro de los que dejan ver de forma translúcida su visión del mundo en sus creaciones, la tomaba como ejemplo de las ideas más humanistas y de hermanamiento de pueblos… hasta que su concepción política dio un vuelco y la tomó como un símbolo de la identidad alemana y de su superioridad frente al resto.

Mientras que en los estertores del romanticismo literario éste se volvía cada vez más fantástico y alejado de la realidad, también más morboso y tétrico, en música, contrariamente a lo que se podía pensar, el peso de la época estaba muy presente (y la música nunca dejó de ser luminosa). Incluso autores tan ensimismados como Chopin tenían presente la realidad social de su momento, y prueba de ello es el Estudio nº 12 en do menor para piano, apodado como Revolucionario. La pasión desborda a esta obra, compuesta a raíz de la represión de los alzados de Varsovia contra la dominación rusa. Puede ser un ejemplo del nacionalismo exacerbado de los románticos, pero esta vez va más allá de adaptar formas de la música tradicional del país y de la afirmación del terruño, es toda una declaración de intenciones contra el poder tiránico.

Avanzado el siglo XIX, el romanticismo sigue presente en la música, y con él las veleidades nacionalistas de distinto signo. Paradigmático es el caso, en la ópera (que por su capacidad narrativa posibilita una mayor expresión política), de Verdi y Wagner. Ambos representan dos visiones contrapuestas de este arte y dos concepciones nacionalistas no menos enfrentadas: mientras que el italiano es famoso por su liberalismo garibaldino del ala más radical, el alemán, como hemos visto antes, pasó del progresismo más internacionalista al germanismo más reaccionario: su obra es una exaltación de los símbolos de su patria, hundidos en el pasado, en la tradición más inamovible.

Llegados al siglo XX, el siglo más político de la historia, el activismo musical disminuye, al menos en forma. Las ideas renovadoras y la hermandad de los hombres se diluyen, los nacionalismos se han convertido en una explotación folklórica sin ningún tinte social destacado, aunque a veces dejan un ligero tufillo conservador (Rusia puede ser un caso aparte… o no): quizá la única pieza reseñable sea la Atlántida de Falla, que era el legado del músico a la humanidad desde su exilio en Argentina tras la Guerra Civil, pero es más emotivo que ideológico. En este siglo, los cantos a la libertad son sustituidos por gritos desgarradores, producto de las dos guerras mundiales (Messiaen, Penderecki), y el nihilismo va transformándose hasta convertirse en intrascendencia.

Ahora la política de los músicos se basa, si es que la tienen, en los actos. El más destacable de ellos viene de parte de Baremboim y su West Eastern Divan, orquesta formada por jóvenes palestinos e israelíes. La libertad no está perdida.

viernes, marzo 07, 2008

Feedback, ¡coño!

A veces estar en un escenario parece fácil. Con el paso del tiempo, para una figura reconocida, lo será: más tablas, menos sentido del ridículo, experiencia… y un público más entregado, que sabe lo que va a ver.

Mi experiencia como músico es un tanto especial: una big band de jazz o un coro de gospel no suelen ser cosas que el público, que además no suele saber con qué se va a encontrar, se espere. Es lo que pasa cuando la gente no va a un sitio específicamente para verte.

El sábado pasado fue, por así decir, una de esas veces. En esta ocasión era un público casi exclusivo para nosotros (hubo antes un tipo que recitó varios poemas), compuesto por gente de mediana edad (el rey de los eufemismos). Normalmente, esta “gente de mediana edad” no tiene ni idea de música gospel, tampoco tiene por qué tenerla, más allá de cuando llevaron a sus hijos (ahora universitarios y que cantan en un coro gospel) al cine a ver Sister Act. Al principio, los aplausos son tímidos, casi apáticos, nadie se levanta, además de ser cierto que no estábamos tan finos como quisiéramos, en sonido, en actitud, nos costaba arrancar. No era mal público, después de todo.

El punto de inflexión vino cuando yo me encontraba fuera del escenario, por no haber tenido tiempo para aprenderme el tema que venía a continuación. Mis compañeros hicieron una versión estupenda del Lord’s prayer (el Padre nuestro de toda la vida pero musicado). En el momento justo: esta canción, bien cantada, pone los pelos de punta. Algo, que no se podía adivinar por las caras del público, había cambiado. Una sensación, no totalmente consciente en aquel momento. Pero todos, sin saber por qué, nos sentíamos más cómodos. Y eso se notó: poco a poco la barrera se iba rompiendo, las caras pasaban de la sorpresa o de la indiferencia a la sonrisa cómplice, y el remate vino con Joyful, joyful (una adaptación gospel de la coral de la 9ª sinfonía de el viejo Ludwig van). Sonaban palmas gustosas, divertidas, y al fondo había un chavalín negro que parecía saber de qué iba la cosa (¿la música se transmite en los genes?), viviéndolo todo. Bailes, palmas, ánimos, los fallos garrafales se perdonaban e incluso se incorporaban cómodamente a la masa sonora; ahora todo, desde el grupo de cantantes hasta el público “de mediana edad”, pasando por todos los elementos inanimados de la sala, era una sola ola, que se movía al tiempo, todo estaba conectado. Sería cosa del ambiente, el aire ya estaba cargado con el calor que desprendían las gargantas y los cuerpos en movimiento, se había solidificado. El sudor nos había unido, y el final se adivinó apoteósico: ya daban igual las partes, solo se tenía en cuenta al todo.

Lo celebramos como si de un partido de fútbol se tratase; después, salimos al patio del colegio y seguimos cantando: la gente se asomaba a las terrazas.

jueves, marzo 06, 2008

Pequeños clásicos

El EP era una modalidad de música que hasta hace bien poco había despreciado vilmente. Creía que era un género que sólo había tenido vigencia antes de la existencia del CD, por una pura cuestión material del vinilo y que no tenía que ver con la música. Era, por así decir, algo menor. Además, a mi favor jugaba el hecho de que muchas de las canciones incluidas en los EP’s aparecían en el siguiente largo de la banda en cuestión. Un artista tenía que jugarse el tipo en un LP, y cuanto mayor fuera la duración, mejor: lo ideal eran los 60 minutitos de música (cosa que rara vez alcanzan los grupos actuales). De hecho, creo recordar que el único EP que había escuchado hasta hace bien poco era el famoso Medusa, de Los Planetas.

Pero hete aquí que, de un tiempo a esta parte, me he hallado por casualidad escuchando EP’s. No sé con cuál comenzó esta afición: quizá no empezó con ninguno, sino por la sana costumbre completista que tengo con ciertos grupos (pocos). El primero que se me viene a la memoria ahora mismo es el Joanna Newsom & the Ys Street Band, nombre que además deja entrever que la pequeña elfa arpista también tiene sentido del humor. Y me pareció una cosa deliciosa, algo así como las bagatelas de Beethoven, que vale que son obras menores, pero ¡vaya obras menores, señora! Tres canciones, incluyendo una versión monumental de Cosmia, me hicieron caer en la tentación. Sin saberlo.

También por las mismas fechas, es decir, más o menos un año, disfruté por primera vez de otro EP, esta vez un clásico a la altura de cualquier disco de la banda y que además tenía la virtud de ser seminal: el Spiral Scratch de Buzzcocks. Y me di cuenta de que el formato esencial de estos punkpoperos era el easy play.

De un tiempo a esta parte, un puñado de EP’s han ido cayendo, y además de ser mejores que algunos discos largos de sus autores, también tienen sentido propio, como el Nuclear war de Yo La Tengo, cuatro versiones de un tema de Sun Ra que no he escuchado (y que me da pereza hacerlo: deduzco que los de Nueva Jersey se han pasado la original por el forro). Otro que ahora endulza mis oídos es People, parido hace dos años por Animal Collective, grande, muy grande. Algo menor, pero sin duda curioso, sobre todo porque no era capaz de imaginar a Cansei de Ser Sexy versioneándoles, es el Friend de Grizzly Bear.

Suma y sigue: a Tom Waits pongo por testigo de que jamás volveré a despreciar un EP.