Apetitos afilados. Dientes entonados. Oídos hambrientos.

lunes, marzo 16, 2009

Nunca tú me quisiste, yo vi ponerse el sol...

Parece mentira que el hombre más carismático del pop español sea el tipo más normal del mundo, alguien con la treintena ya avanzada y cara con ojeras. Lo que en el lenguaje americano se llama un "perdedor" -aunque odio este concepto-. Alguien que en principio puede ser el menos interesante en una fiesta llena de gente joven con ganas de comerse el mundo es el que, con su sencillez, nos hace sentirnos satisfechos de haberle conocido, a él y a su música.

Antonio Luque no es nuevo en esto de la música. Sr. Chinarro lleva funcionando desde 1990 y, sin embargo, ahora está en su momento álgido, después de dos álbumes que al principio parecen pop sencillo tirando a intrascendente: El mundo según (2006) y Ronroneando (2008). Antes tampoco era un desconocido, y otros discos como La primera ópera envasada al vacío (2001) o El ventrílocuo de sí mismo (2003), y antes aún, El porqué de mis peinados (1997), le habían llevado a un reconocimiento explícito de su calidad. A mí, sin embargo, me parecen álbumes oscuros, pesimistas y, sobre todo, ¡mal cantados!

Pero, contrariando el espíritu del mojo, Luque dio una vuelta de tuerca a su concepto de la música, quizá no a su fondo, y limpió su sonido, su garganta y su vida, dejando escapar estrofas y versos, melodías y canciones que permanecen en el aire y te cuentan la verdad, sin adornos. No es un revolucionario (si quieren revolución en la adaptación del flamenco al pop independiente váyanse a Los Planetas y su obra maestra La leyenda del espacio), ni siquiera es un icono atormentado a lo Nacho Vegas, simplemente desprende el carisma y la frescura del que se sabe libre para decir lo que quiera porque las revistas de tendencias no se van a fijar en él.

Hace tiempo puse aquí la letra de una canción suya, Los Ángeles, y cosas como "a la pinta del cielo, qué mala por dios / estaba muerto de miedo y cantaba" me siguen estremeciendo como el primer día.

jueves, marzo 05, 2009

La eterna duda

Hay dos tipos de aficionados al jazz: los de Billie Holiday y los de Ella Fitzgerald. Podría crear polémica innecesaria diciendo que los estilos de ambas cantantes son irreconciliables, pero no es cierto: uno puede estremecerse con la voz rota de la Holiday y sin transición ninguna elevarse a los altares escuchando a la Fitzgerald.

Pero ambas personifican dos estilos muy diferentes de concebir la vida, esto es, la música. Son como Mozart y Beethoven: mientras que las obras del austriaco son apolíneas, luminosas y etéreas cuenten lo que estén contando (porque los sonidos también cuentan historias), las del alemán están llenas de claroscuros y pasión desbordante, son personales e intransferibles, con la emoción predominando sobre la razón, al contrario que el alegre genio de Salzburgo.

Ni que decir tiene que Fitzgerald personificaría el espíritu de Mozart, y Holiday el de Beethoven. La música como vehículo del alma frente a la música como vehículo del corazón. Es curioso que los cantantes de ópera suelen preferir la perfección técnica de Ella, mientras que en otros estilos menos ortodoxos las inflexiones de Billie los vuelvan locos.

Personalmente, me quedo con Ella. No sé si en esta elección influye el tipo de persona que es uno, más racional, emocional o instintivo, pero algo me atravesó de arriba abajo la primera vez que escuché Everytime we say goodbye de su garganta. Toda la emoción del mundo estaba concentrada allí, pero no pugnaba por salir sino que fluía alrededor, tranquilamente, como las olas de un mar en calma.

Imagino que ahora sólo queda dar las gracias a Kayele por "recordarme" que debía escribir esto.